Me encontré recostado en mi lecho, cansado pero absorto en pensamientos que no dejaban un instante de reposo. Creo que traje conmigo una foto, un recuerdo, que trajo consigo más recuerdos, en una cadena de interminables emociones, de suaves y bellos tormentos.
Algunos paisajes olvidados que, como en la ventana de un auto, pasaban en el mismo momento que se presentaban; otros no se presentaban pero insistían allí mismo, en cada una de las figuras, en cada motivo de la puesta en escena.
Recobraba el entusiasmo con cada recuerdo, pero cada recuerdo remitía a otro, y me hacía buscar un hilo, una razón, un sentido, que tejiera cada uno de ellos, que me permitiera no sentir la sensación que abruptamente invadía mi dulce cansancio, y lo trastornaba en insomnio. Dicha sensación trasladaba una escena a la otra, y a la otra y a la otra, haciendo añicos mis anhelos, mis objetivos, mi presencia y mis metas.
Así la noche parecía hundirse en el olvido, al igual que las dulces melodías que atan nuestros sentimientos luego se hunden en el silencio. Sólo quedaba conmigo una cama, un techo blanco, unos ojos que poco parpadeaban, unas mantas que cobijaban una transitoria complicidad corpórea, y que embriagaban de calor este cuerpo, impidiendo que el frío petrificara mis pensamientos. Y en cada escena se hacía presente, cada vez más, el parpadeo de una gloria, el centelleo de una frágil emoción, donde las formas capturaban su transitoria presencia.
Estaba despierto, pero todo era un sueño. Todo esto un sueño, incluso el dolor y el miedo; lo que nos aterra y lo que nos congoja. Quizás se me permita sonreír simpáticamente a cada una de estas figuras pasajeras; o bien pueda reír cuando ellas me hagan sangrar.
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