En primer lugar abordaremos las determinantes históricas y culturales que llevan a la construcción del problema social. Esto implica un análisis tanto diacrónico (aquellos procesos históricos que determinan la construcción del problema “droga”), como sincrónico (los mecanismos involucrados desde un punto de vista antropológico, y que remiten a las relación sociedad-legalidad-Estado). Proseguiremos indagando cómo se configura el imaginario social donde, en una lógica de la exclusión, surge la figura simbólica del drogadicto, oficiando de chivo emisario que subsume a aquellas diversas y heterogéneas modalidades de consumo de sustancias.
1- Un poco de historiaSería imposible pensar el “problema de la droga” sin atender primero a los diferentes organismos e instituciones estatales y el poder que éstos ejercen sobre el campo social. Esto nos lleva a pensar la influencia de las políticas estatales sobre el conjunto heterogéneo de costumbres, prácticas, percepciones y saberes que circulan por la población. Debemos considerar al estado y específicamente al terreno político como un campo de lucha y poder, donde diversos agentes sociales compiten en torno a la distribución del poder legítimo. Lo político es entonces terreno por excelencia para las disputas de poder en las sociedades secularizadas, donde lo religioso se encuentra -en menor o mayor grado- escindido de la toma de decisiones a nivel de Estado. Es a través del Estado y los diversos organismos vinculados, que las políticas sanitarias adquieren un valor de legitimidad y hegemonía en el conjunto de saberes que circulan en el campo social. Dicha legitimidad debe ser necesariamente vinculada a una trama histórica y cultural que construye progresivamente nuestra relación con aquellas sustancias que se nos ofrecen bajo el calificativo de drogas.
Por un lado tenemos nuestra historia occidental cristiana, donde cualquier práctica asociada a cultos místicos-embriagantes fue prohibida. La embriaguez -vinculada a distintos cultos paganos- fue satanizada por la Iglesia, y asociada al despliegue desmesurado del deseo y del vicio, de la subyugación del espíritu por la carne. En esta confrontación religiosa-obsesiva contra distintas técnicas extáticas, así como contra diversas prácticas recreativas y/o terapéuticas, es que comienza una progresiva fetichización negativa de determinados productos de consumo
[1].
Con la llegada del renacimiento y el pensamiento científico observamos un distanciamiento y un cambio de perspectiva. Aquellas sustancias anteriormente satanizadas comienzan a concebirse en un sentido más secularizado, desarraigado de la valoración religiosa que por siglos había imperado. En el siglo XIX podemos observar como muchas de las actualmente denominadas drogas son mercancías libres, utilizadas habitualmente para diversos tipos de uso. Por ejemplo el botiquín casero consistía en una variedad de productos medicinales derivados del opio, así como morfina, codeína, cocaína y heroína. La categoría de adicto como la entendemos hoy no se manejaba y el problema del síndrome abstinencial no existía como raíz mítica de un problema, siendo tan sólo una incomodidad producida por la suspensión del uso.
Es en las primeras décadas del siglo XX que comienza una nueva “satanización” de determinadas sustancias, principalmente a través de EEUU, país que comienza a establecerse como gran potencia mundial
[2]. Dicha reacción se encontraría vinculada a la confluencia de varios factores, que se retroalimentan entre sí. Se destacan principalmente la transformación de un Estado de intervención mínima por uno asistencial, el descubrimiento de nuevos psicofármacos, el ascenso del estamento médico, la progresiva cohesión y autoconciencia del movimiento prohibicionista. De esta manera se configuran paulatinamente las lógicas de sentido que hoy en día imperan. El problema se traslada del ámbito privado al de la Salud Pública, y se constituye como un problema Jurídico y de Seguridad Nacional. Comienzan una serie de compromisos y leyes a nivel internacional que consolidan poco a poco un circuito ilegal de comercialización de determinadas sustancias, así como un comercio legítimo del consumo de otras, producidas por las distintas industrias farmacológicas, y recetadas por la corporación médica, única con potestad en esta materia. La ilegalización genera por su parte el establecimiento de una red clandestina de narcotráfico, así como la imposibilidad de un control de calidad en lo relativo a aquellas drogas ilegales que de todas maneras se consumen en un alto porcentaje poblacional y que son hasta el día de hoy adulteradas en vista de obtener una mayor ganancia. Por otro lado se produce socialmente una estigmatización y desvalorización simbólica del consumidor, que se homologa a la categoría adicto.
2- El concepto de adicción
Según Escohotado el concepto de estupefaciente se empieza a utilizar en Francia (stupéfiants) y remite a su calidad de imbecilizadores. En ingles se utilizará la expresión narcotics ya desde la primera ley propiamente represiva, la Harrison Act en 1914. En la Convención de Ginebra en 1925 comienza a formarse lo que luego se llamará Comité de Expertos en Drogas que producen Adicción, lo cuál lleva a la necesidad de definir el concepto mismo de addiction (toxicomanía en español). Partiendo de este apriori adicción-estupefacientes es que el asunto se complica, pues dicha asociación parte de una concepción y estado de arte jurídico-legal, pero pretende abrirse paso como definición de carácter científico, en relación a criterios farmacológicos que generan una serie de incongruencias. Pues definiendo drogas adictivas como aquellas sustancias que generan hábito, tolerancia y dependencia física, la lista de sustancias prohibidas resultaba un tanto arbitraria, si tomamos en cuenta que alguna de las sustancias ilícitas eran difíciles de determinar como adictivas (caso del cáñamo), y algunas legales eran definitivamente adictivas (el alcohol por ejemplo)
[3].
Es entonces que se improvisa una nueva concepción de adicción, expuesta en un pronunciamiento de la OMS en 1957, donde se distinguen dos tipos de dependencia, la psíquica y la física, así como se habla de tolerancia y tendencia a la tolerancia. A través de estas redefiniciones se hace posible entonces justificar al cáñamo y a la cocaína como drogas adictivas. A su vez se distinguía adicción de hábito, siendo este ultimo el generado por sustancias lícitas. Un simple “deseo” – y no una “compulsión”- que implica poca o ninguna tendencia al aumento de la dosis y, quizás, cierta dependencia psíquica. La poca claridad científica entre hábito y adicción, entre “deseo” y “compulsión”, entre “tendencia” y “poca tendencia”, entre “dependencia física” y “dependencia psíquica”, llevó a controversias y protestas por parte de algunos farmacólogos. Surgieron discrepancias, que llevaron por un lado a una concepción “dura” del problema, promulgada por la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, manteniendo la concepción sustancializante de drogas adictivas, y por otro lado una concepción más “blanda”, asumiendo la dependencia como una modalidad vincular entre el sujeto y una sustancia, así como una renuncia al modelo ético-legal a favor de una apertura a las nociones farmacológicas. Este último fue llevado a cabo en Ginebra, donde se renombra al Comité de Expertos con el nombre de Comité de Expertos en Drogas que producen Dependencia.
Una nueva reacción prohibicionista se produce en el Convenio de 1971, donde se establece el uso indebido de sustancias en relación al criterio que las autoridades gubernamentales locales decidan.
“El Convenio de 1971 representa un hito singular en esta dirección, ya que no fija parámetros objetivos de actuación a los encargados de ponerlo en práctica; el legislador convierte allí a los poderes ejecutivos en legislativos, haciendo que su práctica sea la única teoría”[4]. Droga adictiva termina siendo toda droga prohibida por las autoridades locales; se trata de la explicitación de un círculo vicioso ético-legal, donde “es malo porque es prohibido y es prohibido porque es malo”. Independientemente de cualquier objeción farmacológica
“…la solución última y todavía vigente fue declarar que todos los Estados debían velar por el estado anímico de sus ciudadanos, controlando cualesquiera substancias con efectos sobre el sistema nervioso. Nació así el concepto de ‘psicotropo’, a la vez que se disparaba la producción y consumo de los estupefacientes tradicionales, pues sus análogos sintéticos eran ya ‘substancias psicotrópicas’ que sólo podían obtenerse en farmacias con receta médica”[5].
3- Legalidad, sociedad, estado.En Tristes trópicos Levi-Strauss nos habla de la posibilidad de clasificar las sociedades en dos tipos: las que practican la antropofagia y las que practican la antropoemia (emein, del griego, vomitar). Bien es sabido que la antropofagia ha sido en la cultura occidental asociada al salvajismo, una costumbre primitiva e inmoral. El mecanismo psicológico propio de la antropofagia consistiría en la introyección de las cualidades del difunto a través de su ingesta, para de esta forma incorporar sus virtudes y neutralizar su poder. En el polo opuesto encontramos la antropoemia, proyección paranoica en la que se enquistan entrópicamente determinados agentes o procesos sociales, para de ese modo ser expulsados fuera, bajo la figura del chivo emisario. La oposición antropofagia-antropoemia sería similar a la realizada por Escohotado entre banquete sacramental y regalo expiatorio a los dioses. La antropofagia corresponde a un modo cultural y simbólico cuyas causas responden por lo general a un modelo místico religioso. La antropoemia corresponde a nuestras sociedades y sus costumbres judiciales y penitenciarias. Y si bien a nosotros nos produce cierto rechazo el “salvaje canibalismo”, podríamos preguntarnos si nuestras costumbres de exclusión y segregación social no agitarían los taparrabos de muchos de estos supuestos salvajes.
Pero no todo es asado de tira en la etnografía. Pues al igual que nosotros, toda sociedad implica la conjunción de costumbres e ideales preformados molarmente en el encuentro molecular de las afecciones y el acomodamiento de nuestros cuerpos a un territorio social, una geografía, y una ecología. Esta conjunción de fenómenos, cristalizados en automatizaciones y procesos reflexivos, conforman la vía de cómo se hacen y deben hacer las cosas, la tradición del pueblo. La tradición es en principio el orden positivo en tanto fuerza de la costumbre o hábito que se abre camino sobre el caos de las posibles alternativas. Dicha tradición construye un pathos, una forma de actuar intuitivamente que involucra normas estéticas y automatizadas. Es el primer grado de la cultura como ley: la cristalización del deseo como norma afectiva. Siguiendo a medias al viejo picarón de Malinowski y su teoría de la ley en los primitivos podríamos establecer las siguientes distinciones:
1- La ley como determinismo cultural espontáneo (
pathos): se trata del pathos que mencionábamos anteriormente, o sea, aquellas costumbres que una comunidad sigue implícitamente aunque no sean capaces de verbalizarlas o expresarlas explícitamente. Son las afecciones que se establecen mediante el hábito empático, en una semiótica no necesariamente vinculada al lenguaje verbal.
2- La ley como norma de conducta (
pedagogía popular): se trata de aquellas normas explícitas cuya sanción es automática en base a una enseñanza espontáneamente adquirida.
3- La ley del orden y la preservación (
ideales de conducta y ethos de un pueblo): son las que estimulan las conductas positivas y sancionan las desviaciones, en relación al territorio, la propiedad, los contratos, los derechos sexuales. De esta manera se configura un modelo, un ideal del yo, gracias a un movimiento narcisista que estimula a la conducta tradicional (o a través de alicientes positivos, en el lenguaje behavorista de Malinowski).
4- Los mecanismos de la ley al producirse una infracción (
mecanismos de coerción juridico-judiciales): son las reacciones coercitivas de una comunidad cuando se quebranta una norma de modo claro y conciso. Se realizan a través de una ley explícita ejercida por un poder legítimo, por ejemplo el estado.
Como dijimos anteriormente, es a través del estado (punto 4) y su legitimidad como institución social que se producen transformaciones en la percepción social de determinadas prácticas, que a su vez conllevan a la configuración y modelaje de las prácticas mismas, y por ende del campo social en su conjunto (puntos 1, 2 y 3). En nuestro caso en particular es notorio como a través de las instituciones estatales se promulga un modelo prohibicionista que llena de imágenes “arquetípicas” el imaginario social. Imágenes descalificantes que en una especie de acto metonímico reducen un conjunto heterogéneo de prácticas a figuras que circundan el fenómeno de la drogadicción y el drogadicto. Éste último actúa de “chivo emisario”, especie de personaje griego consumido por su hybris (desmesura), o figura del pecador atrapado por el satánico pecado de la carne, la lujuria y el descontrol. No tratamos de negar la adicción, sino de mostrar cómo el drogadicto se vuelve figura central en la “cruzada” contra la droga, y como dicha figura avasalla y oculta en el imaginario social una heterogeneidad de prácticas agenciadas a distintas sustancias denominadas peyorativamente bajo dicho término. De esta manera se naturaliza un saber que se vuelve sentido común y verdad a priori, perdiendo su carácter de construcción histórica y su posibilidad de ser sometido a crítica, en una especie de circularidad tautológica.
4- Imaginario social: la figura del drogadicto sobrecodificando el campo social.Podemos entonces abordar el problema de la percepción social del consumo de drogas centralizándonos en el “drogadicto” como figura que actúa de chivo emisario, que sobrecodifica el conjunto de prácticas asociadas al consumo de dichas sustancias, cerrando el campo de visibilidad social de las mismas, y volviéndolas un problema sanitario per se, independientemente de criterios científicos -de orden médico o farmacológico por ejemplo-. Dicha figura actúa en principio sobre diversos campos sociales, homologando prácticas y figuras heterogéneas, haciéndoles de esta forma perder su singularidad. Se trata de una especie de “significante despótico”
[6] que actúa como figura mítica mortuoria u ominosa, familiarmente desconocida. Dicha figura adquiere rasgos negativos, concebidos por lo general como causa de desintegración social e individual. Mencionemos algunos de estos rasgos, mediante algunos textos significativos:
“Se oye contar en el Perú tristes historias de jóvenes que perteneciendo a buenas familias tuvieron la imprudencia de probar la coca, en una temporada ocasional, en las selvas, y han encontrado tal placer que, invadidos por el encanto maligno, se entregaron al abandono absoluto, renunciando a la vida civilizada, alejados de sus padres e inutilizados para toda la ocupación. Algunos de esos fugitivos han sido encontrados en el correr del tiempo en alguna toldería y, a pesar de su resistencia, fueron reintegrados al hogar familiar. Más, la nostalgia fatídica de la droga, los atraía irremediablemente hacia la selva y un odio profundo hacia la vida civilizada los hacia evadir en la primera oportunidad y volver al estado semi-salvaje, donde encontraban el nefasto excitante que los llevaba infaliblemente a la muerte prematura” [7]La elección de este fragmento no es representativa para el contexto actual, dado que pertenece a un texto extraído de una emisión radial dictada por un doctor vinculado a la dictadura de Terra. Sin embargo su carácter grotesco y caricaturesco nos permite observar, como si fuera una lupa, ciertos rasgos que se mantienen hoy en día de forma más moderada. Por un lado está la noción de adicción como fuerza “demoníaca” que reside en determinadas sustancias y que se vuelve irrefrenable para la voluntad del sujeto. Se trata de un placer desmedido, una voluptuosidad desenfrenada, provocada por el deseo irresistible de experimentar una vez más lo “carnal” de determinada experiencia
[8]. Placer, muerte e irracionalidad se hallarían entonces del lado de la naturaleza, siendo un estado salvaje desmesurado al que vuelve el adicto, en tanto voluntad, vida y familia se encuentran del lado de la cultura. Se trata de una lógica binaria sencilla y de estructura mítica, pese a que se intentará justificar como científica una y otra vez. Asociado al placer estaría la culpa, dada nuestra tradición cristiana occidental. El drogadicto es culpable de rendirse ante el ominoso y transgresor placer de la droga, y, al igual que el criminal, es un “infractor” que transgrede los valores de la familia, las costumbres sociales y las leyes del estado.
“Médicos, estadistas, sociólogos, moralistas, escritores, luchan incesantemente contra este grave peligro social, que origina la degeneración individual, la decadencia de la raza, el desarrollo alarmante de la criminalidad, la superpoblación de los asilos, manicomios y hospitales; la desorganización de la sociedad y hasta la pérdida de los más caros afectos y de los más puros y nobles sentimientos: el amor a la familia y el amor a la patria”[9]Necesidad tiránica, seres desequilibrados, paraísos artificiales, puesta en jaque de la salud individual y colectiva, irresistible pasión, imbecilidad, morboso placer, degeneración moral, violencia, criminalidad, locura, envidia, falta de higiene, aberraciones del instinto sexual, haraganería, divorcio, violación. Lo que se encuentra en juego es el orden social –las redes de parentesco, las buenas costumbres, la salud, etc.-; el drogadicto es una especie de casillero vacío expiatorio, donde se depositan masivamente un conjunto de peligros, mediante un sistema de corte dual, mitológico y antropoémico en el sentido levi-straussiano. De ahí que la asociación criminalidad-drogadicción tenga tanto peso. No sólo porque con la ilegalización de la misma su comercio se halle vinculado íntimamente en redes de narcotráfico, sino porque dicha figura trae consigo la figura de la caótica desmesura de las pasiones, así como de la imposibilidad en el manejo de las emociones y la frustración (el vicio del tyrannos griego). Esto genera la figura de la víctima-victimario
[10], figura que mi madre trajo preocupadamente cuando le dije que me iba al Molino de Pérez por la manifestación para la legalización de la marihuana: