Dicha relación es posteriormente trasladada por analogía desde el campo de los seres humanos como sujetos –el pharmakoi como “chivo emisario”- al campo de los objetos medicinales. Esto implica que determinadas sustancias poseen la ambivalente propiedad de ser tanto cura como veneno. Surge entonces a través de figuras como Hipócrates la noción de fármaco en forma desantropomorfizada, y sus propiedades malignas o benignas requerirán entonces no una manipulación cualitativa (ritual, simbólica) sino cuantitativa (del orden de la cantidad, de la administración de la dosis). Pasamos entonces de un registro religioso, tradicional, relativo a símbolos y sujetos, a uno científico, experimental, relativo a relaciones causales y objetos.
Hagamos un salto en el tiempo bastante largo. A fines del siglo XIX se sintetizan los compuestos fenotiazínicos, utilizados como tintes sintéticos. En los años treinta comienzan a utilizarse como insecticida, afectando la enzima acetilcolinesterasa, blanco por excelencia de los gases nerviosos, que producen contracciones musculares a nivel general. Se trata de un veneno, sumamente útil para pequeños animales. A fines de los 30 algunos científicos comienzan a utilizar un derivado fenotiazínico como antihistamínico y sedativo, la prometazina. Se trata entonces de un fármaco en el sentido que dimos anteriormente, en tanto posee utilidades medicinales y es a su vez un potente veneno, de acuerdo a una relación cuantitativa entre la dosis de sustancia, y el tamaño corporal del ser vivo que se expone a ella.
Sin embargo estos compuestos no resultaban efectivos en el tratamiento de los pacientes psiquiátricos. En la búsqueda de nuevos compuestos útiles se sintetiza en los años 50 la clorpromazina, cuyas propiedades neurolépticas, la diferenciarían de las propiedades hipnóticas y anestésicas de sus familiares anteriores. En 1952 Delay y Deniker comienzan a utilizarla en el tratamiento de las psicosis. A fines de la década de los 50 Janssen sintetiza el haloperidol, y en los años 60 Carlsson y Lindquist descubren su relación con la dopamina. Estos serían los comienzos de la psicofarmacología moderna: a partir del descubrimiento de la clorpromazina, y luego de su asociación con la dopamina como neurotransmisor (más específicamente con el bloqueo de los receptores dopaminérgicos D2), se desencadenan una oleada de investigaciones que llevan al desarrollo de la psicofarmacología como campo interdisciplinario, así como a toda una industria farmacéutica de producción en masa en torno a ella.
Cuando se comienza a utilizar la clorpromazina en pacientes se observan distintos efectos, algunos similares a los del Parkinson; efectos nocivos que se llegan a postular como prueba de su utilidad. Se postula en ese entonces que la manifestación de estos síntomas serian consecuencia de la efectividad del tratamiento. O sea, lo que vemos aquí nuevamente es la noción del fármaco como veneno y cura. ¿Cómo podría curar el neuroléptico si no causara algún tipo de efecto dañino, doloroso, del orden del envenenamiento? La cura es un envenenamiento leve, una especie de quimioterapia cerebral.
Ahora bien. ¿Puede darse el caso en el que la analogía introduzca en su pasaje de un registro a otro ciertos valores, haciendo que determinadas concepciones del orden de la significación se naturalicen y pasen a formar parte del orden de las cosas? En el ejemplo de las enfermedades mentales vemos claramente la cosificación de determinados valores sociales; desde sus inicios la psiquiatría naturalizó las desviaciones de conductas –hábitos alimenticios, sexuales, comportamientos inadecuados- así como creencias –supersticiones y fenómenos antes adjudicados al animismo-, categorizando las mismas bajo el rótulo de “enfermedades”. Este movimiento analógico que va desde la enfermedad física, a la concepción de enfermedad mental como causa de un trastorno del orden de lo orgánico, produce nuevos dispositivos asistenciales para las desviaciones sociales, que muchos autores han alineado en continuidad con las anteriores prácticas medievales, anteriores a Pinel y su “liberación de los locos”. Por ejemplo Foucault analiza el pasaje de una sociedad del castigo a una del disciplinamiento y como al fin y al cabo ambos son sistemas en los que se ejerce una violencia institucional contra las desviaciones y anormalidades; Zsasz hablará del mito de la enfermedad mental y como bajo esta metáfora se pretenden naturalizar problemas sociales; Cooper hablará de la cosificación de las personas y de los entornos esquizofrenizantes.
El concebir la locura como enfermedad tuvo como positivo la naturalización de una gran cantidad de problemas, permitiendo su análisis y la búsqueda de nuevas soluciones. Pero, por otro lado, tuvo una gran consecuencia negativa, la naturalización de problemas del orden ético y cultural, de valores en torno a las nociones de normalidad y anormalidad, al dar un estatuto ontológico real, sustancial y objetivo, a cuestiones íntimamente involucradas con el orden de lo simbólico y subjetivo. Podríamos decir que el movimiento analógico en este caso particular arrastra consigo algunos inconvenientes, al transformar una ley de la tradición en una ley de la naturaleza, más allá de las posibilidades que abre en torno a cuestiones relativas al cerebro como órgano.
Vimos entonces como determinadas creencias mitológicas tradicionales sirven de modelo o estructura en la génesis de la noción de “fármaco” como sustancia que cura y a la vez puede matar. Aquí juega un papel esencial la analogía, como mecanismo mental esencial en el tan relegado “contexto de descubrimiento”. Recordemos como Popper consideraba este contexto como irracional, concerniente a una especie de intuición creadora bergsoniana, siendo el contexto de justificación el único abordable desde el punto de vista lógico y epistemológico. En el caso de Peirce el terreno de descubrimiento se relaciona con la abducción aunque, al no asociarse en forma explícita a la noción de analogía, termina relegando el mismo a una suerte de adivinación intuitiva. Lo que Juan Samaja sostiene es que la novedad surge cuando introducimos la analogía como aquella operación inferencial que permite crear nuevos modelos cognitivos, en nuestro caso el del fármaco como sustancia y el de la locura como enfermedad mental. A través de nuestro análisis del traslado por medio de la analogía de ambos modelos, vimos cómo la ciencia no está completamente aislada de otros tipos de saberes, sino que existen préstamos y comunicación entre distintos “métodos de fijación de creencias”.
La división y discontinuidad entre distintos tipos de saberes ha sido un rasgo frecuente en la historia occidental. Los griegos por ejemplo distinguían entre el saber popular o doxa -que carecía de verdadero valor- y el saber legitimado y verdadero, la episteme. Los saberes artesanales o tekhné, sufrieron siempre una ambivalencia valorativa, en tanto eran por un lado considerados inferiores en relación a la actividad contemplativa (caso de Platón), pero a su vez necesarios para las actividades diarias, así como para el embellecimiento de la polis.
La ciencia moderna produce a nivel “ideológico” una nueva relación de discontinuidad entre el sentido común y el saber. Un ejemplo claro es el Sol, que deja de ser quien se mueve en el cielo alrededor de la tierra (hipótesis más plausible desde la experiencia del día a día), para ser la tierra quien se mueve alrededor de éste. Desde el punto de vista demarcatorio surge entonces la noción de una brecha irreconciliable entre el conocimiento cotidiano de la tradición y el de la ciencia. El primero, basado en la autoridad y en el respeto por la tradición, las costumbres y los mitos, sería el opuesto a la fundamentación crítica, el escepticismo metodológico, la formulación de hipótesis lógicas y su contrastabilidad por parte de la comunidad de científicos .
Esta brecha metodológica es una de las cuestiones que aborda Charles Peirce, buscando justamente abordar el modo en que se articulan los distintos tipos de saberes y el valor o función que tiene cada uno de ellos para la vida. Sin extendernos demasiado en la cuestión, diremos que Peirce, y luego Samaja siguiendo al mismo, formula cuatro tipo de métodos para la fijación de las creencias:
1- el de la tenacidad: propio de la “intuición bergsoniana” o del instinto[1],
2- el de la autoridad, relativo a la vida en comunidad, y que Peirce relaciona con el Estado, en tanto Samaja relaciona con la tradición. Aquí ya están implicadas las relaciones intersubjetivas, así como la ley como terceridad que pauta en las relaciones y conflictos interpersonales.
3- el de la metafísica, que Samaja relaciona al Estado, pues sus leyes, a diferencia de las de la tradición, provienen del examen reflexivo y del debate público[2].
4- el de la ciencia, que Samaja relaciona con la Sociedad Civil. En este método de fijación de creencias, éstas últimas serían objeto público de debate, e involucran una instancia externa a todo sujeto, trascendiendo el logocentrismo del método metafísico, y utilizando el control empírico como pilar metodológico y la realidad como algo independiente a los designios humanos.
Los cuatro métodos no serían compartimentos estancos o escalones independientes el uno del otro, sino que, en su epigénesis y desarrollo, el surgimiento de un nuevo método se apoya y estructura en la base del anterior, para de esa forma superarlo pero sin anularlo completamente, sino integrándolo de manera orgánica. En nuestro caso vimos como la noción de fármaco, se apoya y modeliza en torno a saberes anteriores de corte mitológico tradicional. Desde una concepción positivista de la ciencia, dichos saberes serían una superstición inútil y falsa, estableciéndose una brecha irreconciliable entre ciencia y religión. Pero, desde una perspectiva constructivista o dialéctica, dicho saber es apropiado por la ciencia y reconceptualizado, a través de nuevas metodologías y concepciones.
Peirce analiza la ciencia desde una perspectiva pragmática, que no concibe el conocimiento como algo abstracto y relativo a una verdad ahistórica, sino que busca situar la producción del mismo en su propia inmanencia, en su propio devenir histórico y social. En nuestro caso en particular vimos como determinadas nociones vinculadas a lo mítico y ritual, sirven como “materia prima” para una posterior elaboración conceptual científica de la noción de “fármaco”, que termina siendo fundamental en la historia de la medicina. La ciencia toma el modelo de las formas tradicionales; y si bien éstas siguen presentes en sus bases, lo hacen de una forma distinta, subordinada al método científico. Vemos la utilidad de la noción de fármaco, pero también veremos una gran cantidad de inconvenientes, principalmente en el terreno de la psicofarmacología.
El caso del traslado del modelo de enfermedad clásico a la concepción de la locura, sería algo así como un movimiento inverso; el modelo médico y científico se traslada al campo social, biologizándose problemas que exceden el campo de lo “natural”, dada la importancia de la cultura y los valores en la evaluación de las conductas, hábitos, afectos y pensamientos de los seres humanos. No decimos que dicha extrapolación no tenga utilidad alguna, sino que merece una revisión sistemática y puntual, dada la heterogeneidad de fenómenos que se agrupan en su campo, así como la multifactorialidad en la que se encuentra inmersa, y los problemas éticos a los que se enfrenta a la hora de justificar su relevancia social.
[1] Aunque quizás sería preferible decir, siguiendo a Freud, de la pulsión (trieb), en tanto el instinto (instinkt) sería una pauta fija sin mucho grado de plasticidad, y la pulsión sería ese monto de energía psíquica relativa al cuerpo y sus funciones, que puede modificarse por medio de la experiencia, tanto de forma cuantitativa (intensidad) como cualitativa (relación objetual).
[2] Por nuestra parte creemos que Samaja al nombrar estas características indiscrimina el estado de las polis griegas, con la noción de Estado en su concepción más amplia.