lunes, 9 de junio de 2008

tragedia griega; subjetivación por medio del teatro

La tragedia tiene su origen en los ditirambos dionisíacos, que progresivamente fueron transformándose, apolíneamente, en un espectáculo también visual. Comienzan en tiempos de Pisístrato aunque su consolidación se realiza bajo la democracia del siglo V. No es contingente que la representación teatral surgiera en relación a los cultos dionisíacos; es detrás de este dios, que desdibuja el límite entre la realidad y la ilusión, que el teatro griego encuentra ese efecto que Aristóteles llamaba mimesis. Según Nietzsche la tragedia griega surgiría en la conjunción de dos formas expresivas del mundo griego: una dionsíaca, de la embriaguez y la música, así como la pérdida de límites y contornos; la otra apolínea, de la mesura y la contención. Lo apolineo actuaría en la tragedia de modo “estético”; como modo de expresión que contiene y hace asimilable una experiencia dionisíaca que de otra manera se volvería terrible. Vemos como del espíritu musical dionisiaco emerge progresivamente lo escultórico apolineo, por ejemplo en la progresiva teatralización de los cantos, a través de la introducción de actores y una puesta en escena. Al dar una forma expresiva a lo dionisiaco, la tragedia griega efectúa un movimiento psicológico en el sujeto, que permite un plegamiento de las pasiones a una semiótica teatral y a una simbolización de las afecciones que organiza y da coherencia a lo que en un momento se mostraba desorganizado. La tragedia tiene un modo particular de subjetivación que permite efectuar un movimiento reflexivo en el sujeto.

Tomando a Vernant, vemos en la tragedia la problematización del mundo griego y sus transformaciones. El mundo trágico se sitúa en un “entre”, en el cruce de dos mundos. Por un lado el mundo heroico, el del héroe homérico (hippeus), mundo donde el poder y la voluntad son facultativos de las genealogías divinas. El sujeto es un campo abierto atravesado por lo divino y no una estructura mental plegada sobre sí. Lo estructurante es el parentesco y el modo de subjetivación se configura en relación a éste. Por otro lado está el mundo de la polis y el guerrero ciudadano (hoplita), donde el poder y la voluntad son plegados progresivamente al ideal de ciudadano. Se trata de un movimiento progresivo que comienza con Solón y que consiste, por un lado, en la desterritorialización de las genealogías divinas, por otro de una recodificación de la estructura social que lleva a la construcción de la figura del ciudadano y del espacio político. Entre ambos mundos, la tragedia griega problematiza las contradicciones inherentes a este cruzamiento. Por un lado la voluntad de los dioses y el ser humano como conciencia trágica que entiende sus males como destino forjado por los dioses; por otro el sujeto reflexivo, responsable, origen de sus propias faltas. Se trata de una problematiazación del destino en torno a una concepción determinista del ser humano y otra que lo sitúa como agente responsable de sus actos. En la tragedia confluyen problemas religiosos, filosóficos y jurídicos. “La tragedia no sólo aplica el espejo distanciador del mito a los problemas contemporáneos, también refleja alguna de las mas importantes instituciones de la ciudad. De éstas, las que más tienen que ver con la tragedia son los tribunales de justicia… Las tragedias, en efecto, hacen que sus públicos, en cierto sentido, sean jueces de complejas cuestiones morales en las que ambas partes invocan la justicia, y lo bueno y lo malo resultan difíciles de distinguir” (Segal, Ch. En: Vernant, 1995:241). La tragedia griega “psicologiza” los mitos dando una interioridad profunda a los personajes; pero también desgarra la psicología del personaje, exponiendo sus órganos internos a sus orígenes cósmicos. Lo trágico se encuentra en la contradicción entre dos mundos. El Edipo de Homero muere sentado en el trono tebano. Es con Esquilo y Sófocles que se transforma en un ciego voluntario y un exiliado. Es con la tragedia griega que el héroe de la nobleza se problematiza como figura ausente del tiempo mítico en el despliegue de un espacio citadino democrático. En el bardo o poeta, la función de sujeto del enunciado está puesta en lo social, en tanto el bardo es una función dentro de un texto oral tradicional, un engranaje más en la maquinaria. Desde Platón por el contrario, el filósofo por el contrario se concibe como autónomo al contexto, quizás debido a la influencia de la escritura, siguiendo a Havelock.

Es relevante que entre los griegos no se distinguiera la figura del arista en el proceso de producción general. El concepto ars, proveniente del latin, correspondía al de techné para los griegos, y cubría un campo muy extenso de actividades: escultura, carpintería, en suma, ser un technités, un “saber hacer” especializado. No existía por lo tanto una palabra específica para denominar aquello que nombramos como arte, y que se vincula íntimamente con un proceso histórico que surge en el renacimiento y continúa en la modernidad. Sin embargo podríamos trazar una línea de comunicación en las reflexiones griegas en torno a lo que denominaban téchnai mimetikai, que podríamos traducir como “artes miméticas”. La mimesis en los griegos no sólo consiste en una imitación. Sus orígenes son religiosos, por lo que el actor de la tragedia no sólo juega un papel aprendido, sino que a través de él se expresan las fuerzas divinas en una suerte de “posesión ritual dionisíaca”. Esto significa que el teatro griego tiene una raíz ritual, donde se despliega lo sagrado. Será con la progresiva secularización del mundo antiguo que este carácter sagrado perderá su fuerza. Uno de los primeros en desacralizar la mimesis es Platón, que concibe las artes miméticas como producción de imágenes (Eidolopoietiqué): ficción, ilusión y simulacro inútil. Las ideas responden a la verdad eterna; el artesano por ejemplo busca una copia imperfecta de ellas. El arte imitativo degrada aún más mediante la introducción de lo que no es. Con Aristóteles el carácter ficcional de las artes cobra un sentido positivo, pues en tanto no existe un mundo de las esencias separado de la existencia terrenal, el carácter imitativo se vuelve poiesis, en tanto actividad creadora que no sólo copia sino que a su vez produce. La más elevada sería la tragedia, la más versadas entre todas para generar una experiencia purificadora –catarsis-. A través del terror –phobos- y la piedad –éleos- el espectador se identifica con los personajes, así como es capaz de presenciar la impotencia del ser humano frente a las potencias divinas. Pero, a través de la contemplación de una trama de carácter ficticio, es que lo “apolíneo” de la tragedia vela el rostro de una mirada dionisíaca que, en su forma desnuda, resultaría insoportable, en un decir nietzscheano. Vemos como en Aristóteles la tragedia asume el papel de “obra de arte total”, en el sentido que permite, mediante un espectáculo que integra las diversas artes, una contemplación a través de todos los sentidos. Al igual que Nietzsche asume el carácter superior de las artes poéticas en relación a la historia, “…por cuanto la primera tiende a representar lo universal; mientras que la segunda se refiere más a lo particular” (Aristóteles, 2004:55). Sin embargo para Nietzsche el arte no se vinculará con equilibrio alguno, sino que justamente lo contrario; será provocador, trasgresor; no buscará la reconciliación sino que fracturará la armonía. El acto creativo se vinculará a la traición y su efecto será bélico y no sedante.

El arte de la tragedia podría entonces vincularse por un lado a una experiencia estética no sólo de lo bello sino también de lo sublime, en tanto el terror emerge como impulso dinámico que permite reconciliarnos con la impotencia humana frente a la mirada dionisíaca de la avasallante y magnánime naturaleza. Es un enfrentamiento del sujeto consigo mismo, pues lo bello y lo sublime son afecciones situadas en un entre que no pertenece ni al objeto contemplado ni al ojo contemplador. En suma, se trata de un modo de subjetivación particular, del orden de lo estético, pero de fuerte contenido ético, que atrapa al sujeto en una fascinación movilizante, que trae a la conciencia bloques de afecciones nuevos o reprimidos. Se trata de una terapéutica, en tanto permite realizar al sujeto un movimiento de reapropiación subjetiva de los afectos que lo recorren. A su vez implica una forma de subjetivación particular, por lo que no nos sería lícito pensar en su carácter no autoreflexivo, en el sentido dado por Foucault o en el sentido más tradicional. Hegel por ejemplo distingue tres momentos en la historia del arte. El primer momento es el del arte simbólico, donde la idea busca su verdadera expresión pero no la encuentra. Tal sería le caso de el brahamanismo (el dios se manifiesta en los diversos seres) y del arte egipicio (las pirámides representan algo que las trasciende). En el arte clásico idea y forma se encuentran, al antropomorfizarse las cualidades divinas estas se hacían presentes como tales en las obras de arte. En el momento del arte romántico, que comienza en la Edad Media y el arte cristiano, idea y forma se desencuentran nuevamente, aunque esta vez a causa del sujeto, que se descubre como tal, como sujeto libre. Muerto Dios, éste es sustituído por el hombre, y los contenidos religiosos serán sustituídos por los de la cotidianidad profana. La consecuencia negativa será la desacralización del arte, que Hegel asocia a un movimiento de degradación de la idea y de decadencia del arte, que deberá ser sustituído por la filosofia. Kierkegaard, bajo una perspectiva cristiana, diferenciará la concepción trágica de la Grecia antigua de la del mundo moderno. La tragedia griega sería el producto de una subjetividad diferente, sin autoreflexividad. A diferencia de la subjetividad moderna, para la que la caída del héroe es consecuencia de una conciencia reflexiva que debe hacerse cargo de sus propias acciones, el héroe trágico de la Grecia antigua fluctúa entre la culpa y la inocencia, existiendo un padecimiento inherente al acontecer divino, y siendo la subjetividad tan sólo un tema de familia, estado y estirpe. El terror y la conmiseración que según Aristóteles despierta la tragedia Griega en el espectador carecería de culpa en su sentido ético-cristiano. La culpa trágica antigua sería por lo tanto estética, en tanto la culpa moderna -al sufrir un proceso de cristianización- sería ética. La culpa estética se relaciona con el contexto, relativizándose las acciones y produciendo el sentimiento de pena, sentimiento característico del niño. La culpa ética se relaciona con el individuo y supone un arrepentimiento y una conciencia reflexiva que se apropia de las causas de lo sucedido. Se trata de un punto absoluto de autoreconocimiento de sí mismo, que produce ya no pena, sino dolor, algo más propio del adulto. En suma, interiorización de la culpa, siendo Cristo y su sufrimiento el modelo por excelencia. “Sin ningún prurito se puede afirmar que en el sentido estético, lo trágico es para la vida humana algo así como lo que en su orden representan para ella la gracia y la misericordia divina. Incluso diría que es más sensitivo, y por esa razón estaría dispuesto a llamarlo: un amor de madre que acuna al que está atribulado. Lo ético es inclemente y duro… su camino no conduce a la estética sino a la religión… Lo religioso sería la expresión del amor paternal ya que contiene en sí la ética, aunque moderada” (Kierkegaard, 2005:28,29). Dicha perspectiva (patriarcal, ¿psicoanalítica?), si bien coincide en ciertos puntos con la de Vernant, no lo hace en su conclusión final, pues Vernant cuestiona y genealogiza la racionalidad, el sujeto occidental y su libre albedrío, inclinando la balanza en favor de la perspectiva trágica.

Bennet Simon analiza el efecto terapéutico de la tragedia. En el Ayax de Sófocles, la locura se presenta a través de la diosa Atenea. Al no aceptar Ayax que las armas del difunto Aquiles fueran dadas a Odiseo, Ayax se propone matar a este último, así como a Agamenón y a Menelao. Es entonces que Atenea le hace confundir a estos tres con ganado. Ayax mata y tortura al ganado, y, cuando despierta del delirio, se averguenza de sí mismo y se suicida con su espada. Ayax no puede marcar un corte con su orgullo, y es incapaz tanto de ceder las armas a Odiseo, como de aceptar la locura divina como algo más allá de él. Su omnipotencia, su hybris, lo lleva a la muerte. Distinto será el caso del Heracles de Eurípides, quien luego de matar a su familia por una locura divina provocada por Hera, es frenado por Teseo al intentar matarse:

“Este es mi consejo: sé paciente,
sufre lo que debes,
y que el dolor no te domine.
El destino no perdona a los hombres;
Todos los humanos son perjudicados,
Y también los dioses, a no ser que mientan los poetas”

Con la ayuda de Teseo, Heracles es capaz de tomar distancia de la locura, objetivarla, y ligar nuevamente su libido al mundo en tanto philia con lo humano, y aceptación de su propia debilidad e impotencia, incorporando el sufrimiento y la vulnerabilidad psíquica a su historia como sujeto. No se trata entonces tan sólo de catarsis; ya sabemos como en la historia del método psicoanalítico la catarsis sólo fue un momento en el avance de la técnica analítica. Lo que vemos en Heracles es la capacidad de religar, reelaborar lo actuado; en suma, subjetivar. Este movimiento implica la aceptación por medio de la razón (logos) de una necesidad objetiva (ananké), al mejor decir de Freud. Pero también se trata de la reelaboración de un vínculo interno en relación a un eros que sostiene al sujeto y que, en determinado momento se desmorona, haciendo peligrar la estructura psíquica. Es la locura divina la que, mediante el terror, pone en las cuerdas de la muerte a Heracles, pero es a través de la compasión -en tanto reelaboración empática del vínculo y no simple catarsis- que éste es capaz de aceptar la desdicha y continuar viviendo:

“El ‘conocimiento trágico’ implica que al final de la obra los personajes y el público conocerán todo aquello que no conocían al principio de la misma, y se conocerán ellos mismos en un sentido que antes no habían experimentado” (Simon, 1984:171)… “Por lo tanto, la terapia y el buen teatro tienen en común una serie de procesos de interiorización. El teatro no es, ni lo fue para los griegos, una terapia para las personas perturbadas o trastornadas. Se esperaba de él que suministrase cierto tipo de placer; era parte integrante de la paideia, educación en el sentido más amplio, de cada ateniense” (ibid., 172)

Algo similar ocurre en el análisis que Devereux (1970) realiza sobre Las Bacantes de Eurípides. En dicha obra el rey de Tebas Penteo rechaza la llegada de Dionisos y su procesión de bacantes. Según Vernant “La tragedia de las Bacantes muestra los riesgos de un repliegue de la ciudad sobre sus propias fronteras. Si el universo de lo mismo no acepta integrar en sí mismo ese elemento de alteridad que todo grupo , todo ser humano lleva consigo sin saberlo, como Penteo rehúsa reconocer esa parte misteriosa, femenina, dionisíaca, que le atrae y le fascina hasta en el horror que ella parece inspirarle, entonces lo estable, lo regular, lo idéntico, oscilan y se desploman, y es lo Otro en su forma odiosa, la alteridad absoluta, el retorno al caos lo que aparece como la verdad siniestra, la faz auténtica y terrorífica de lo Mismo” (Vernant. En: Vernant; Vidal-Naquet, 2002a:243). Es en el rechazo al dios que Penteo cae en la desdicha; su madre Agave es atrapada por el frenesí menádico y Penteo, al espiar el culto, es descuartizado por ésta. Devereux define el posterior encuentro entre Agave y su padre Cadmus como un momento psicoterapéutico. Luego del frenesí menádico de Agave, Cadmus atrae su atención al luminoso y soleado cielo, que actúa como tranquilizante externo. Luego de esto Cadmus procede a recordarle quien era, resocializarla, mostrando sus lazos como madre y esposa, para luego hacerla recordar que ella misma mató a su hijo, y la cabeza que sostiene en su mano es justamente la de Penteo. El recurso es psicoterapéutico, dado que Cadmus no provee las respuestas, sino que procede a iniciar un proceso de cuestionamiento que guía a Agave hacia su propia verdad, de acuerdo a lo que ella progresivamente pueda aceptar. A su vez provee a Agave de una vía para recomponer su vínculo social mediante la identificación de su estado con el resto de la ciudad, que también ha padecido su mal, todo esto sin excluir radicalmente que, de todos modos, fue ella quien se ha vuelto loca. Este paso final le permite proteger su vínculo en tanto persona social, sin la necesidad de negar su locura y los actos cometidos

André Green sitúa al teatro entre el sueño y el cuento, como encarnación de esa otra escena que es el inconsciente. El enigma del teatro se sitúa entre lo que sucede y su interpretación, al igual que el infante debe descubrir la verdad detrás de la trama familiar. Dicho enigma formará parte de la palabra, de lo enunciable, por lo que el teatro será el arte del malentendido. Edipo es para Green aquel que a través del saber intenta escapar de la verdad. Si hubiera sido cauteloso frente a las predicciones del oráculo, hubiera tenido mucho cuidado en matar a alguien de la edad de su padre, como de acostarse con alguien mayor. El desconocimiento y ocultamiento de dicha verdad es la misma que muestra el neurótico; y cuando se resquebraja su saber y Edipo llega a esta verdad, Edipo se ciega, y lamenta no poder hacer lo mismo con sus oídos. El drama teatral y el drama inconsciente se encuentran en la obra y el espectador, en tanto parricidio e incesto son fantasías propias del deseo humano, y negarlas también. Devereux parte de la idea que la conexión entre castración y el arrancarse los ojos por parte de Edipo, no responde únicamente a un tema simbólico que bien señaló Freud, sino que puede firmemente ser sostenida a través de información socio-histórica. Tanto en Grecia como en Roma era un castigo común para las conductas sexuales aberrantes, así como el simbolismo entre genitales masculinos y ojos.

En suma, a lo que queremos llegar aquí, mas allá de estar de acuerdo o no con la connotación psicoanalítica de estos distintos autores, es cómo en el teatro griego antiguo se genera una reflexividad particular, un modo de subjetivación propio que cuestiona y problematiza al sujeto griego en su devenir histórico, sus transformaciones culturales, y su conciencia psicosocial. Quizás resulte extraño para el filósofo concebir determinadas formas de expresión como reflexivas, en tanto su oficio depende de distinguirse a sí mismo como el pensador por excelencia, por lo que diversos mecanismos de legitimación pueden otorgarle una función que quizás no sólo a él competa. Creemos que -siguiendo a Nietzsche en muchos aspectos- se puede reivindicar el arte como forma de expresión de extrema importancia en la exploración de la naturaleza humana; expresión que involucra mecanismos muy sutiles, más allá de lo meramente lingüístico.




Bibliografía

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