“…es porque la locura no es en el fondo una entidad natural, sino una pura relación. Los libros de los historiadores han hecho pasar, con toda razón, la locura de la naturaleza a la historia, definiéndola a través del diálogo cambiante de la razón y el desatino… no se es loco sino en relación con una sociedad dada; es el consenso social el que delimita las zonas, fluctuantes, de la razón y del desatino o sinrazón”
Roger Bastide. Sociología de las enfermedades mentales.
Roger Bastide. Sociología de las enfermedades mentales.
La cita de Bastide nos da pié para comenzar nuestro problema. Dicho problema consiste en cómo concebir la locura desde una visión antropológica amplia, que permita abordarla en su dimensión histórica, cultural y social. Nuestra perspectiva sitúa entonces al fenómeno de la locura de forma diferente a aquellos modelos que la conciben bajo un determinismo natural, congénito y universal. No es que lo biológico o hereditario no tenga lugar dentro de lo que son las disposiciones anímicas y del carácter sino que, dado un organismo con un determinismo genético heredado pero plástico, los factores que determinan su conducta y sus características psicológicas no pueden ser asociados a una sola causa. Debemos ser capaces de evaluar contextualmente como se desarrolla dicha persona, así como el conjunto heterogéneo de factores -biológicos, ecológicos, culturales, vinculares, etc.- que influyen en su desarrollo psicológico.
Por otro lado lo que es normal y lo que es anormal no depende de un patrón universal, sino que está en relación con una sociedad dada, que delimita zonas y establece conductas correctas de actuar y pensar en el mundo. Fue en los años 30 que la antropóloga culturalista Ruth Benedict describió como ciertas prácticas que podrían ser consideradas como anormales por nuestra cultura son normalmente aceptadas en otras culturas: el trance en las prácticas shamánicas, la megalomanía Kwakiutl, el carácter paranoico de los Dobu, entre otros. Pongamos de ejemplo a los Kwakiutl del noroeste de EEUU. Su vida económica, su vida militar, sus iniciaciones y bailes ceremoniales son catalogados por Benedict como dionisíacos, en tanto tienden a la desmesura, el éxtasis y la agresión. El patron cultural de conducta es de carácter megalomaníaco. Los rangos sociales se defienden a través de la ostentación de la propiedad y la manipulación de la riqueza. En la búsqueda de prestigio se realizan contiendas llamadas Potlatch. Eran organizadas en ocasiones importantes, tales como el matrimonio, la iniciación, o bajo una franca rivalidad entre jefes. En éstas el jefe ofrecía un monto de bienes al jefe de otra tribu, obligando al mismo a restituir por lo menos la misma cantidad de bienes al año entrante. Se regalaban ropas, se consumían grandes cantidades de pescado, e inclusive se destruían diversos bienes materiales. De esta manera se efectuaba una rivalidad en la que se adquiría prestigio y nombre. La riqueza no era medida en acumulación de bienes materiales, sino que éstos resultaban tan sólo un medio para obtener prestigio social. El matrimonio obedece estas mismas leyes. Mediante una lucha de prestigio con bienes materiales, el pretendiente debía llegar al suficiente valor como para estar a la altura de las prerrogativas que se heredaban y podían transmitir. El prestigio se obtenía mostrando la superioridad en estas contiendas, bajo una desmesurada autoglorificación que Benedict asocia a la institucionalización de rasgos megalomaníacos. El triunfo implica a su vez el ridículo y el avasallamiento social mediante insultos y mofas donde se proclama la inferioridad de sus rivales. Esto tendría como reverso el temor al ridículo y a la vergüenza. “La megalomanía es un verdadero peligro en nuestra sociedad. Cabe encararla con diversas actitudes, entre ellas la de señalarla como reprensible y anormal; esta es la que hemos elegido en nuestra civilización. El otro extremo es convertirla en atributo esencial del ideal humano y esa es la solución en la cultura de la costa noroeste” (Benedict, 1971:191). Cabría preguntarse que entendía Benedict por “nuestra sociedad” para pensar que en nuestro sistema político estamos exentos de “potlatches” y autoglorificaciones. De todas maneras, en base a esta relativización etnográfica de la normalidad es que comienza a definirse la “anormalidad” en torno a la adaptación del individuo a su cultura autóctona. Es entonces, y más allá de la etiología del carácter y las disposiciones psíquicas, que lo normal y lo patológico siempre implica un análisis histórico, social y cultural. Y es en relación a este eje que cada sociedad construirá determinadas estrategias para manejar dicha alteridad.
En Tristes trópicos Levi-strauss nos habla de la posibilidad de clasificar las sociedades en dos tipos: las que practican la antropofagia y las que practican la antropoemia (emein, del griego, vomitar). Bien es sabido que la antropofagia ha sido en la cultura occidental asociada al salvajismo: una costumbre primitiva e inmoral propia de sociedad canibalistas involucionadas. El mecanismo psicológico propio de la antropofagia consistiría en la introyección de las cualidades del difunto a través de su ingesta, para de esta forma incorporar sus virtudes y neutralizar su poder. En el polo opuesto encontramos la antropoemia, proyección paranoica de una parte en la que se enquistan entrópicamente determinados procesos sociales, para de ese modo ser expulsados fuera; una especie de chivo emisario. La oposición antropofagia-antropoemia sería similar a la realizada por Escohotado entre banquete sacramental y regalo expiatorio a los dioses. La antropofagia corresponde a un modo cultural y simbólico cuyas causas responden por lo general a un modelo místico. La antropoemia corresponde a sociedades como las nuestras, con sus costumbres judiciales y penitenciarias. Y si bien a nosotros nos produce cierto rechazo el “salvaje canibalismo”, podríamos preguntarnos si nuestras costumbres de exclusión y segregación social no agitarían los taparrabos de muchos supuestos salvajes.
1- Antropofagia: la comunidad que fagocita.
Tomemos un caso etnográfico de los Zuñi de Nuevo México. Una adolescente tiene un ataque nervioso luego que un muchacho le toca las manos. El muchacho es acusado de brujería y llevado ante el tribunal. Al principio niega tener conocimientos ocultos. Pero, a medida que su inocencia es cada vez menos aceptada por el tribunal, éste comienza a construir ingeniosamente su culpabilidad. Presenta sus drogas y como a través de ellas realiza un complicado ritual con el que adquiere poderes mágicos. Luego de mostrar su utilización aplica su remedio a la enferma y la declara curada. La sesión se levanta hasta el día siguiente. Pero al llegar la noche el acusado hace un vano intento de escape. Esto complica su situación y ahora debe improvisar alguna explicación más elaborada para convencer al jurado. Es así que elabora una versión mucho más amplia, que involucra una línea de antecesores hechiceros, así como se adjudica el haber matado a otras victimas anteriores. Luego de muchos malabares, el jurado acepta su versión. El acusado es llevado a plaza pública donde explica los hechos así como se lamenta de la pérdida de todos sus poderes. Esto tranquiliza a la comunidad, que decide ponerlo en libertad.
Resulta muy interesante como en esta historia el proceso judicial tiene notorias diferencias con el de nuestras sociedades. Vemos como el acusado para poder ser absuelto y liberado debe dar una explicación cuya verdad no determine su inocencia sino su culpabilidad. Y cuanto más culpable es y más reivindique su lugar de brujo, más fácil le será conseguir su libertad. La finalidad del proceso no es encontrar la inocencia o culpabilidad del acusado, sino reconstruir a modo de bricoleur los fragmentos de los eventuales hechos y mediante el material cultural de la sociedad en cuestión ofrecer una explicación coherente y satisfactoria que garantice la integridad mental de la comunidad.
Un ejemplo más general sería el de las prácticas shamánicas. En casos de integridad física (enfermedades, dolores intensos), crisis del desarrollo humano (partos, puerperios), violaciones de normas o códigos, comportamientos extraños, o bien catástrofes naturales, el hechicero o “shamán” ofrece una interpretación performativa que permite la absorción del acontecimiento en la estructura, que codifica y significa la realidad social en cuestión. Las prácticas shamánicas pueden involucrar utilización de drogas, ayunos, recursos medicinales y/o placebos, prestidigitación y engaños, etc. Lo importante no sería la veracidad o adecuación de las creencias y métodos del shamán a la realidad física o psíquica, sino que de lo que se trata es de lograr una explicación coherente por medio de un procedimiento que produce lo que Levi-Strauss denomina “eficacia simbólica”. De esa manera las prácticas “shamánicas” significan aquellos estados que de otro modo se ofrecerían confusos y desorganizados para la conciencia, elaborando una suerte de conciliación entre estructura y acontecimiento, integrando los elementos dispersos en una situación total donde hechicero, enfermo y público hallan su lugar. La “cura” tendría sus bases en la eficacia simbólica del esquema en cuestión, independientemente de su correspondencia con las causalidades objetivas o científicas (eficacia sobre lo real). Consistiría principalmente en volver inteligible una situación problema, haciéndola soportable al espíritu y por lo tanto tolerable, mediante un sistema coherente que vectorializa las diferentes experiencias que de otro modo se ofrecerían caóticas e insoportables.
Lo mismo ocurre con los mitos, los ritos y la religión. A través de ellos las sociedades primitivas no sólo legitiman la tradición periódicamente sino que además absorben aquellas variaciones caóticas de la historia, fundiéndolas en un “eterno retorno de lo mismo” –ahistoricidad estructural del pensamiento salvaje-, y purifican a la comunidad de la insistencia de lo caótico. Según Eliade, “El deseo del hombre religioso de vivir en lo sagrado equivale, de hecho, a su afán de situarse en la realidad objetiva, de no dejarse paralizar por la realidad sin fin de sus experiencias puramente subjetivas, de vivir en un mundo real y eficiente y no en una ilusión” (Eliade, 1988: 31). La religión hace de la realidad algo objetivo, en tanto algo ontológico o verdadero, y no un fluir subjetivo-individual-singular-caótico. La tradición de un pueblo estaría íntimamente vinculada a lo sagrado, en tanto ésta vincula lo profano con una dimensión sagrada que sostiene el mundo social. Ahora bien, lo sagrado debe oficiar con la alteridad, en tanto el mundo siempre es algo que escapa de las “palabras y las cosas”, en tanto todo orden intenta parcelar un mundo que lo desborda.
2- Antropoemia: la sociedad que vomita.
a. el chivo emisario
Existía en Atenas, así como en muchas ciudades griegas, un ritual anual en el que se purificaba a la comunidad de las faltas acumuladas anualmente. El ritual se llamaba pharmakos, y era realizado a través del pharmakoi o “chivo emisario”, en el que se depositaban el conjunto de calamidades y aspectos negativos de la comunidad, para luego ser expulsados de la misma. Se trata de un mecanismo básico desde el punto de vista psicológico, y bastante común desde el punto de vista sociocultural. Los dos pharmakoi elegidos eran paseados por toda la ciudad, con un collar de higos en su cuello. Se les golpeaba con cebollas, higueras y otras plantas; luego se les expulsaba, o también podían ser en algunos casos incinerados o lapidados. Se les elegía de entre aquel conjuntos de seres extraños y desviados de los cánones sociales: ladrones, deformes, borrachos, inmorales. De esta manera se purificaba (katharsis) a la ciudad de aquel desorden que la aquejaba.
Algo similar ocurre en el renacimiento con la nave de los locos descripta por Michel Foucault. Las ciudades expulsaban de tanto en tanto a algunos de sus locos hacia el mar, en una especie de acto ritual cargado de un simbolismo lleno de resonancias griegas. En algunos lados por ejemplo, y al igual que en el caso de los pharmakoi, los locos eran azotados públicamente, y golpeados con varas mientras corrían al exilio. Por otro lado la nave nos recuerda a las tradiciones de héroes imaginarios como los Argonautas, lanzados a un viaje simbólico que los confronta con su verdad y el destino.
“El agua y la navegación tienen por cierto este papel. Encerrado en el navío de donde no se puede escapar, el loco es entregado al río de los mil brazos, al mar de mil caminos, a esa gran incertidumbre exterior a todo. Está prisionero en medio de la más libre y abierta de las rutas: está sólidamente encadenado en la encrucijada infinita. Es el pasajero por excelencia, o sea, el prisionero del viaje. No se sabe en qué tierra desembarca, de qué tierra viene. Sólo tiene verdad y patria en esa extensión infecunda, entre dos tierras que no pueden pertenecerle” (Foucault, 1998:26)
“El agua y la navegación tienen por cierto este papel. Encerrado en el navío de donde no se puede escapar, el loco es entregado al río de los mil brazos, al mar de mil caminos, a esa gran incertidumbre exterior a todo. Está prisionero en medio de la más libre y abierta de las rutas: está sólidamente encadenado en la encrucijada infinita. Es el pasajero por excelencia, o sea, el prisionero del viaje. No se sabe en qué tierra desembarca, de qué tierra viene. Sólo tiene verdad y patria en esa extensión infecunda, entre dos tierras que no pueden pertenecerle” (Foucault, 1998:26)
La nave de los locos es, al igual que el pharmakos, un ritual de expulsión cargado de simbolismo.
b. La reclusión
En su ya clásico Vigilar y Castigar Michel Foucault describe el pasaje de una sociedad monárquica del suplicio y el ritual, a una mercantil burguesa de la vigilancia y el castigo. En el primer caso se trata de un ritual organizado que mediante la tortura y el dolor purgaba el delito infringido contra una ley encarnada en el cuerpo-territorio del monarca. “El suplicio penal no cubre cualquier castigo corporal: es una producción diferenciada de sufrimientos, un ritual organizado para la marcación de las víctimas y la manifestación del poder que castiga, y no la exasperación de una justicia que, olvidándose de sus principios, pierde toda moderación. En los ‘excesos’ de los suplicios se manifiesta toda una economía del poder” (Foucault, 2001:40). Horcas, hogueras, torturas, descuartizamientos, ejecuciones son un ceremonial de la soberanía monárquica, que se inscribe a través de las marcas el cuerpo de los condenados y a través del terror de los espectadores. Con la llegada de la modernidad el sistema cambia a uno de vigilancia, disciplinamiento, corrección y castigo. A medida que la sociedad se transforma en una organización del tipo mercantil, el peso comienza a recaer en todo un sistema de normalización de las desviaciones, en una lógica del beneficio y la utilidad. “A estos métodos que permiten el control minucioso del cuerpo, que garantizan la sujeción constante de sus fuerzas y les imponen una relación de docilidad-utilidad, es a lo que se puede llamar las ‘disciplinas’” (Foucault, 2001:141). Y es allí que comienzan a aparecer un conjunto de saberes técnicos como el derecho y la psiquiatría, asistiendo en el diagnóstico y el tratamiento de aquellas desviaciones, diseñando aparatos conceptuales que permitan disciplinar y encauzar los cuerpos descarriados. Lo normal se establece como criterio de evaluación de las infracciones y desviaciones, en una lógica de análisis, diferenciación y comparación que atraviesa las distintas instituciones (educación, sistema penitenciario, etc.).
Es en este contexto que surge la psiquiatría, así como el manicomio, cuya figura arquitectónica correspondería a un diagrama mucho más general que Foucault, siguiendo a Bentham, denomina Panóptico, y que atraviesa tanto cárceles como instituciones educativas y hospitales. En la periferia los reclusos, en el centro una torre que controla y vigila, que ve pero no puede ser vista. El recluso es vigilado y sometido a una corrección continua y minuciosa, aplicada sobre la microfísica de sus acciones, afectos y padeceres. El panóptico surge de la intersección de dos modelos:
1- El gran encierro: modelo derivado del de la lepra, que consiste en la exclusión del enfermo. Se trata de una lógica binaria similar a la del chivo emisario: loco-no loco, peligroso-inofensivo, normal-anormal. En esta lógica dual se encierra al polo infeccioso.
1- El gran encierro: modelo derivado del de la lepra, que consiste en la exclusión del enfermo. Se trata de una lógica binaria similar a la del chivo emisario: loco-no loco, peligroso-inofensivo, normal-anormal. En esta lógica dual se encierra al polo infeccioso.
2- Modelo disciplinario: derivado de la peste, que consiste en el reticulado y la vigilancia; se separa, clasifica y organiza en profundidad. Diagnóstico, pronóstico, estrategias de disciplinamiento, clasificación dentro de un conjunto de cuadros que remiten a un eje básico de normalidad. “En cuanto al aspecto laboratorio, el Panóptico puede ser utilizado como máquina de hacer experiencias, de modificar comportamiento, de encauzar o reeducar la conducta de los individuos. Experimentar medicamentos y verificar sus efectos” (2001:207). El disciplinamiento no necesariamente involucra el encierro, sino que es una estrategia de control que procede por la clasificación minuciosa de todo el campo social.
El modelo psiquiátrico es hijo de la modernidad, y consistiría entonces en, por un lado, una forma de exclusión que aísla a los “focos infecciosos”. A su vez, procede mediante una organización disciplinaria del espacio social, mediante una clasificación de multiplicidades que remite siempre a un eje salud-enfermedad. La exclusión corresponde a un momento penitenciario, el disciplinamiento sería una condición general, que invade el campo social en toda su extensión. Con el modelo de exclusión se perpetúa una estigmatización que marca la identidad del individuo, en tanto que ingresa en el polo descalificativo de una lógica binaria. Surge entonces una retroalimentación positiva iatrogénica entre la exclusión de la internación y la posterior salida al campo social, donde el ex-paciente pasa a ser concebido como “loco”. Es entonces en esta estigmatización que la persona en vez de avanzar en su reacomodamiento con la red de vínculos y actividades que implica la sociedad, es atrapado en una imagen que lo estigmatiza, atrapa y desvaloriza como sujeto.
El modelo psiquiátrico es hijo de la modernidad, y consistiría entonces en, por un lado, una forma de exclusión que aísla a los “focos infecciosos”. A su vez, procede mediante una organización disciplinaria del espacio social, mediante una clasificación de multiplicidades que remite siempre a un eje salud-enfermedad. La exclusión corresponde a un momento penitenciario, el disciplinamiento sería una condición general, que invade el campo social en toda su extensión. Con el modelo de exclusión se perpetúa una estigmatización que marca la identidad del individuo, en tanto que ingresa en el polo descalificativo de una lógica binaria. Surge entonces una retroalimentación positiva iatrogénica entre la exclusión de la internación y la posterior salida al campo social, donde el ex-paciente pasa a ser concebido como “loco”. Es entonces en esta estigmatización que la persona en vez de avanzar en su reacomodamiento con la red de vínculos y actividades que implica la sociedad, es atrapado en una imagen que lo estigmatiza, atrapa y desvaloriza como sujeto.
El espacio social es un lugar lleno de anticipaciones en torno a cómo se esperan que sean las cosas. Las instituciones y el imaginario asociado a ellas capturan nuestras afecciones. Y así vamos “acomodando el cuerpo”, bajo la presión cotidiana de los preceptos explícitos y las normas que se formulan a través del parentesco, así como las diversas instituciones y los diversos lazos que nos constituyen en las relaciones especulares Yo-Otro. Allí formamos una imagen de nosotros mismos. Sin embargo el Yo como construcción narcisista imaginaria es tan sólo una construcción ficcional que nos sostiene, en tanto otros fragmentos no narcisizados por completo circulan clandestinamente. De ahí que Lacan diga que el Yo es imaginario, una especie de “eterno retorno” que nos permite encontrarnos en una ontología ficcional. Un punto sedentario que permite a nuestra voz partir desde un lugar común. Lo mismo ocurre con las sociedades. Según el antropólogo Balandier “Lo que se denomina ‘sociedad’ no corresponde a un orden global ya dado, ya hecho, sino a una construcción de apariencias y representaciones o a una anticipación alimentada por lo imaginario. Lo social, puede decirse por fórmula, está en la búsqueda de su unificación; ese es su horizonte” (Balandier, 1988:65). El problema de la “unificación” tendría que ver entonces no con una supuesta unidad, sino con la capacidad de generar un espacio común a través del arsenal cultural. Pero Dicha unificación siempre implica una frontera, una exclusión de aquellas desviaciones no congruentes con la lógica ética y estética predominante. Y decimos predominante pues la cuestión del poder siempre está presente, circulando por las relaciones cotidianas de los cuerpos y los afectos; nunca “la sociedad”, sino lo social como algo heterogéneo en relación con aquellas instituciones que seleccionan y legitiman lo verdadero y lo real. Pero ese “resto” que en dicho proceso se excluye también nos pertenece, y quizás en algún momento podamos de alguna manera hacernos cargo de una mejor forma, en la que entendamos la ficción que supone el guión de la fórmula Yo-Otro.
Bibliografía
Balandier, G. (1988) El desorden. La teoría del caos y las ciencias sociales. Gedisa, Barcelona.
Bastide, R. (1988) Sociología de las enfermedades mentales. Sigo XXI, México.
Benedict, R. (1971) El hombre y la cultura. Centro Editor de América Latina, Buenos
Eliade, Mircea (1988) Lo sagrado y lo profano. Ed. Labor, Barcelona.
Aires.
Foucault, M. (1998) Historia de la locura en la época clásica. FCE, Mexico
(2001) Vigilar y castigar. Siglo XXI, México.
Levi-Strauss (1997) Antropología estructural. Ediciones Altaya, Barcelona.
(2006) Tristes trópicos. Paidós, Barcelona.