“Y Zaratustra habló así al pueblo:
Yo os enseño el superhombre. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis hecho para superarlo?
Todos los seres han creado hasta ahora algo por encima de sí mismos: ¿y queréis ser vosotros el reflujo de ese gran flujo y retroceder al animal más bien que superar al hombre?”
Yo os enseño el superhombre. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis hecho para superarlo?
Todos los seres han creado hasta ahora algo por encima de sí mismos: ¿y queréis ser vosotros el reflujo de ese gran flujo y retroceder al animal más bien que superar al hombre?”
Nietzsche, Asi habló Zaratustra.
A través de la figura de Zaratustra, así como del análisis de las distintas figuras y avatares que asume el nihilismo a lo largo de la historia, es que Niezsche plantea una especie de profetismo secular, donde anuncia en boca de Zaratustra la transmutación de los valores y la llegada del superhombre, lo cuál implicaría un triunfo de la afirmación y por ende de la doctrina del eterno retorno, así como un nuevo tipo de conciencia nunca antes vista. Sin embargo, y antes de empezar un breve análisis de cómo Nietzsche concibe la historia universal en relación a la voluntad de poder, quizás sea conveniente resaltar su distancia con respecto a concepciones de corte teleológico, o bien escatológico que puedan ser quizás malinterpretadas en el pensamiento nietzscheano. Pues por ejemplo, si bien Nietzsche tiene una fuerte convicción de que la sociedad y el “rebaño” son tan sólo la condición de posibilidad para la emergencia del hombre fuerte, del genio y en un caso más amplio, del superhombre, dicha convicción sienta sus bases en un proyecto que él mismo quiere realizar, y que concibe a su vez como efímero, sin finalismo alguno, y relativo a una voluntad de poder particular, que emerge, se desarrolla y muere como otras tantas, en un universo sin principio ni fin, sin coordenadas más que las que son actuadas fugazmente en el teatro dionisíaco de la voluntad de poder. “La humanidad, en realidad, no es un todo, sino una diversidad irreductible de procesos vitales ascendentes y descendentes, por lo que no puede tener una juventud, una madurez y posteriormente, una vejez. Por el contrario, las capas están mezcladas e interpuestas, y en algunos milenios se pueden dar tipos más jóvenes de hombres, de los que puede señalarse hoy. Además la ‘decadence’ pertenece a todas las épocas de la humanidad: por todas partes se encuentran materias de desperdicio y de decadencia, siendo siempre el mismo proceso biológico de separación de los productos, descomposición y decadencia” (Niezsche, La Voluntad de poiderío, Edaf, Madrid. 1998:201).
El nihilismo es el nombre con el que Nietzsche designa la primacía de las fuerzas reactivas sobre las activas, mediante los mecanismos de negación que obturan la apertura de las segundas. De este modo la voluntad de poder se encuentra bajo la primacía de lo reactivo, privilegio de lo improductivo, de lo débil, de la ‘decadence’. Este proceso histórico de predominio de lo decadente por sobre lo fuerte, lo encontramos como vimos anteriormente, en la asunción del logos sobre el mithos; sin embargo, con el abandono del modelo trágico dionisíaco-apolineo, el combate de Nietzsche se traslada desde la denuncia a la moral universal del ascendente logos -encarnado en figuras como la de Sócrates-Platón o Eurípides- hacia la figura del Dios judeo-cristiano y de Jesucristo: Dionisos contra el crucificado. Por un lado existe cierta desvalorización de la tragedia como modelo dramático en el que se asume la inocencia del devenir, bajo la figura de Dionisos. En la tragedia se puede vislumbrar ciertos aspectos nihilistas, principalmente en la condena del héroe griego y su hybris, o sea la desmesura como crimen, así como la afirmación de una injusticia que es expurgada por una dike divina. La tragedia sería entonces una forma tardía del culto dionisíaco, donde se pueden percibir ciertos elementos de la “decadence”. Sin embargo la estocada final será esgrimida por el cristianismo, como veremos a continuación y en forma esquemática.
La primer figura de la decadencia es la del resentimiento, que el la historia de occidente estaría encarnada en el pensamiento hebreo, pensamiento del esclavo. “La rebelión de los esclavos en la moral comienza cuando el resentimiento mismo se vuelve creador y engendra valores: el resentimiento de aquellos seres a quienes les está vedada la auténtica reacción, la reacción de la acción, y que se desquitan únicamente con la venganza imaginaria” (Nietzsche, La genealogía de la moral. Alianza Editorial, Madrid. 1997:10). El hombre del resentimiento, es aquel que necesita un “chivo expiatorio” para hacerse cargo de su propio dolor o debilidad; recrimina y culpabiliza a otro de sus desgracias. Ante su propia debilidad, así como en el encuentro con el fuerte, el sacerdote judío crea su tabla de valores: tu eres malo, yo soy bueno –el pueblo elegido-. De esta forma se concibe como maldad a la fortaleza, a la activación de las fuerzas reactivas, al querer-dominar propio de la voluntad de poder. Dicho resentimiento y sed de venganza, propio de la moral del esclavo, produce una elongación en la facultad de memoria, un acatamiento al pasado propio de una voluntad decadente –a diferencia de la facultad de olvido propia de un sujeto activo y “bueno” en el sentido ario-, así como una predilección por las palabras como modo de legitimar y convencer psicológicamente –charlataneria-. En boca de los señores y los aristócratas uno es bueno, bello, feliz, en un sentido positivo, siendo el malo una consecuencia de dicha afirmación, una negación derivada del encuentro con la diferencia, hecha por una voluntad en afirmación y actividad expansiva. Con la moral del resentimiento todo se invierte: tú eres malo, luego, yo soy bueno. Y malo es aquel que nos inflinge daño, aquello que atenta contra nuestra propia voluntad.
Con el cristianismo se origina una segunda figura en la decadencia occidental: la mala conciencia. La moral reactiva se vuelve universal, a través de un proceso de contagio que se propaga como una enfermedad. Todos somos hermanos, hijos de Dios, así como pecadores. La maldad es interiorizada de tal forma que las fuerzas activas son separadas de lo que pueden y se vuelven contra sí mismas. Ya no proyección sino introyección, mediante el pecado y la culpa: del “es culpa tuya” judío al “es culpa mía” cristiano. Surge también la piedad, proyección de la propia vida débil, en función no de un amor al prójimo sino, siendo más exactos, amor a un igual, lo cual homogenizaría y propagaría la condición reactiva, así como una actitud enfermiza frente y contra el dolor y la vida como herida abierta, como exploración sobre la crueldad. Dicha transformación histórica es efectuada no por Cristo -cuyo mensaje carecía de mala conciencia y resentimiento-, sino por San Pablo, quien transforma el mensaje de Cristo y construye los cimiento de la Iglesia Cristiana como tal: “Un Dios muerto por nuestros pecados; una salvación por la fe; una resurrección por la muerte: todo esto son falsificaciones del verdadero cristianismo, de las que tenemos que hacer responsables a aquella insana y desvariante cabeza (Pablo)” (Nietzsche, La voluntad de poderío. Edaf, Madrid. 1998:117).
Con la “muerte de dios”, llegada de la modernidad y el proceso que llamaremos “secularización”, no asistimos sin embargo a una conclusión del nihilismo o bien un término final de la conciencia cristiana, sino que, con sus respectivas variaciones, la humanidad adopta una nueva moral cristiana, esta vez, en torno a la figura del hombre como avatar y superficie de registro cohesionante del siempre heterogéneo flujo disperso de la voluntad de poder. De esta forma se impone ahora el código moral, en los límites de dicha figura, que regulariza los flujos que transitan como fondo inmanente o microacontecimientos subjetivantes. Se trata de un sujeto trascendental, o bien un individuo, o un sujeto democrático, poseedor de una razón universal, un libre albedrío y la responsabilidad necesarias para gobernarse a sí mismo. Nietzsche establece una crítica, así como una genealogía, emparentando y desenmascarando una continuidad entre el cristianismo y la modernidad, develando ciertos dispositivos y formas discursivas latentes bajo un proyecto científico-secularizante que se manifiesta en oposición a la religión cristiana. Vemos entonces como los valores asumen diversos nombres y formas a lo largo de la historia, pero sin embargo existe un factor común, una raíz nihilista que se repite bajo una especie de compulsión a la repetición; podríamos ver un parentesco genealógico que relaciona y establece una filiación entre nociones como Dios, el hombre, el sujeto democrático, el pensamiento socialista, la filosofía alemana y su dialéctica: todo forma parte de una misma “estructura” nihilista que se repite en el devenir de la voluntad de poder occidental.
El “hombre superior” es la imagen ideal con la que se identifica la figura del hombre; es también el último hombre, la última imagen a destruir en la transmutación de todos los valores. De ahí que Zaratustra lo anuncie bajo una ambivalencia que oscila entre el desprecio y la camaradería, pues el Superhombre sólo es posible bajo la asunción de lo que Nietzsche llamará un nihilismo activo, dónde luego de un largo proceso histórico el nihilismo occidental vuelve su propia negación contra sí misma, revelando su propio sinsentido y la raíz absurda de su lenguaje, deconstruyéndo sus propias verdades -en un acto quizás análogo al caso de Nagarjuna en la filosofía budista, como vimos anteriormente-. “El nihilismo tiene doble sentido: A) El nihilismo como signo de creciente poder del espíritu: nihilismo activo. B) El nihilismo como decadencia y retroceso del poder del espíritu: nihilismo pasivo… Alcanza su máximo de fuerza reactiva como potencia violenta de destrucción: como nihilismo activo. Su antítesis sería el nihilismo fatigado, que ya no ataca…de forma que la síntesis de valores y metas (base sobre la que descansa toda cultura fuerte) se disuelve y los valores aislados se hagan la guerra –disgregación-, que todo lo que refresca, cura, tranquiliza, aturde, pase a primer plano bajo diferentes disfraces: religiosos, morales, políticos, estéticos, etcétera” (Nietzsche, La voluntad de poderío. Edaf, Madrid. 1998:41-42).
Con la destrucción del último hombre -nihilismo activo mediante-, surge el superhombre; transmutación final de los valores reactivos en la afirmación dionisíaca de la vida, conversión y aceptación de la doctrina del eterno retorno, sólo posible en el asesinato sacrificial de todo lo que en nosotros es hombre, para así emerger en la sacralidad secularizada del éxtasis nietzscheano. Cabría preguntarse entonces cuál es el estatuto del superhombre; si se trata de un producto radicalmente nuevo en la historia de la humanidad, puesto que la historia misma de la humanidad ha sido y es la historia del nihilismo en sus diferentes manifestaciones. Si la afirmación dionisíaca que subsume las fuerzas reactivas y las adiestra en función de un devenir activo es propia del superhombre o la podemos encontrar en otras épocas y rincones del planeta. Se trata quizás de un problema muy extenso y difícil, aunque este carácter nihilista parece ser propio de toda cultura hasta ahora conocida, así como inherente a la psiquis humana. Tal es el caso de los mitos y su manejo de la diacronía y el acontecimiento mediante una remisión a un origen, una estructura sincrónica o formación reactiva que se ofrece como superficie de registro delimitante de aquellos devenires sentidos de forma caótica, peligrosa o ininterpretable. También es el caso en la estructuración psíquica, y sus mecanismos de negación y represión. En suma, Nietzsche parece concebir el superhombre como un producto totalmente nuevo, una afirmación plena de lo extático, mediante una ética del excedente y del exceso (en oposición a las nociones de carga y carencia); una afirmación de la creatividad por encima de toda verdad, siendo esta última tan sólo el medio para la emergencia de lo nuevo, en suma del arte ligero, danzante, alegre.
También es la figura con la cual Nietzsche es capaz de desprenderse de la idea de dios y el hombre sin perder la dimensión sagrada de la experiencia humana. Por un lado se aleja de aquella concepción sagrada-reactiva, donde lo sagrado se asume en relación a la ley, a su dimensión simbólica, obsesiva (caso Freud). Esto se aplicaría tanto para la figura de Dios como para la del hombre, pues la secularización es tan sólo un desplazamiento de lo sagrado-reactivo bajo los límites de la figura del hombre, bajo un eje normalizante y normativizante asumido bajo las coordenadas salud-enfermedad, criminalidad-obediencia, etcétera. Con la figura del superhombre se privilegia la dimensión extática no-simbólica de la religión, el desgarramiento místico bajo la doctrina del eterno retorno en su doble concepción: secular (voluntad de poder) y religiosa (Dionisos).
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